
Otro vendrá que bueno me hará. Torres más altas han caído. A todo porco lle chega o seu
San Martiño. Yo como estas, cientos de frases más que recogen nuestra infinita sabiduría popular. Y por popular, que recoge la experiencia de tantas generaciones, es cierta. La realidad me ha hecho darme cuenta no sólo de que no soy un conductor agresivo, sino de que soy extremadamente tranquilo y respetuoso.
La historia comenzó una fría mañana de lunes, cuando cansado y ojeroso me caí de la cama para encaminarme hacia la oficina. Iba muy dormido a pesar del vientecillo fresco que me abofeteaba constantemente, así que casi no me percaté del atasco de tráfico habitual de lunes.
Pues mientras esperaba yo en el paso de cebra a que el semáforo de peatones se abriese, la intersección contigua se llenó de coches en perpendicular que no dejaban pasar, con lo cual los que tenían el semáforo abierto, tenían que parar. En ese momento, un atronador pitido comenzó a taladrar los oídos de los sufridos peatones que estábamos esperando. De entrada no me sorprendió demasiado, era uno de tantos, lo que me hizo girar la cabeza fue la vehemencia, la insistencia, el tono agresivo de aquel pitido.
La imagen que se abrió ante mis ojos era dantesca: un hombre de unos treinta y algo, calvo, de traje y corbata oprimía sádicamente el claxon de su todoterreno gris. Fue una pena no haber grabado en vídeo esa expresión furibunda, esa rabia animal, esos golpes compulsivos sobre el claxon. Si en vez de un coche hubiese tenido una pistola, creo que habría disparado sin dudar.
Uno de los peatones hizo un ostensible gesto de llevarse las manos a los oídos para indicar al conductor que lo único que conseguía era molestar. Fue ignorado. El hombre se detuvo justo encima del paso de peatones, casi sin dejar sitio para pasar, cuando éste se pudo en verde. Yo crucé por la parte delantera, y al pasar me quedé mirándole a los ojos con desprecio, buscando su reacción.
En ese momento, bajó la ventanilla, y comenzó a gritar como un energúmeno, como alguien desesperado a quien le están arrancando la vida. Era un grito desgarrador, capaz de helar la sangre.
"¡Mueve el coche!, ¡mueve el puto coche!" - gritaba.
Sin mirar, parecería el lamento de alguien a quien un coche le ha estacionado encima de la pierna. Sólo recuerdo algo parecido en películas en que arrebataban a un hijo de las manos de su padre.

Lo que yo vi fue un hombre derrotado por la gran ciudad, que había perdido la batalla contra el monstruo del estrés, que liberaba las frustraciones de su triste vida al volante. Aquel sí que era un conductor agresivo. Yo a su lado, un corderito. Sé que si hubiese podido habría arrollado con su coche a quien se pusiese delante.
Que tristeza que perdamos los estribos, nuestra propia naturaleza humana por un atasco, por el ritmo de la gran ciudad, por nuestras prisas, por la deshumanización constante de todas nuestras actividades diarias. Esto no es una ciudad, es una jungla